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UN VERANO EN MORALZARZAL – Tercera y última parte

UN VERANO EN MORALZARZAL – Tercera y última parte

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Pedí papel y lápiz para pintar. Mi madre revolvió entre los cajones para sacar un montón de cartulinas de color verde y un viejo lápiz. Con mis preciadas herramientas en la mano me dirigí al salón. En el suelo Diana jugaba con la casita de muñecas, a su lado comencé a escribir una nota: “Soy Sara y tengo seis años. Estoy de veraneo en esta casa tan bonita de Moralzarzal. Me gusta el columpio del jardín y montar en la bicicleta oxidada cuando me sujetan. Yo vivo Madrid. Esta nota es para una niña o niño que venga a pasar aquí las vacaciones…”.

 Después de escribir esta larguísima parrafada para mis seis años, que me llevó más de una hora, recorte el trozo de papel con los dedos, ya que las tijeras estaban prohibidas a nuestra edad. Acto seguido lo doblé cuidadosamente y subiéndome al banquito lo introduje en el reloj debajo del péndulo. Estaba segura de que mi mensaje iba a ser encontrado por otros niños que vinieran a la casa a pasar sus vacaciones.

Un torbellino de aire, salido de alguna parte de la maquinaria del reloj, succionó el papel que desapareció sin dejar rastro. Asombrada metí mis pequeños dedos para intentar alcanzar la nota en el punto donde se había esfumado. Casi de puntillas en la banqueta y sujetándome en la pared llegué al tope de mi estatura sin resultado alguno. Cuando decidí desistir, una nueva ráfaga de viento sacudió la caja de madera dejando algo en la base de la misma. Muy sorprendida encontré una nota de color blanco, que decía así:

 “¡Hola! Querida niña, acabo de recibir tu mensaje. Mi edad no es la tuya ni mucho menos, yo soy un poco mayor que tú. ¿Eres feliz en esa casa? Escríbeme si puedes, prometo contestarte. Espero que podamos ser buenas amigas”

 Asombrada e ilusionada, corrí a enseñárselo a Diana. No mostró demasiado interés en la nota. Estaba aprendiendo a leer y todavía le costaba trabajo reconocer algunas palabras. Se lo leí en voz alta y ella escuchó muy seria, pero después sonriendo sin decir una sola palabra, continuó jugando con la casa. Estuve a punto de contárselo a mi madre, pero algo me dijo que era más divertido tener una amiga secreta, solo para mí. Y así comenzó mi primera relación por carta a través de un reloj.

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 Aquella tarde salimos por primera vez de excursión. La idea era ir a coger moras, una clase de bayas que nosotras jamás habíamos visto. Con nuestros cubitos de playa agarrados en las manos nos dirigimos hacia una inmensa explanada. La silueta de una iglesia se fue recortando en el horizonte, más nítidamente a medida que nos acercábamos. Pertenecía a la de San Miguel Arcángel, muy deteriorada por aquel entonces. Cerca de este edificio encontramos una fuente, la de los Cuatro Caños, en la que bebimos y nos refrescamos. ¡Qué buena sabía esa agua de montaña! Justo allí se acababa el pueblo y comenzaba el monte. Mi padre nos condujo por un estrecho camino en el que abundaban los zarzales. Los seis llenamos los recipientes en un santiamén y comenzamos a comer de aquellas frutas que sabían ácidas y dulces al mismo tiempo. Así de felices regresamos a casa, cargados de moras y con la boca tintada de zumo de bayas. Las excursiones y paseos dependían de que la lluvia nos permitiera salir de casa. Era septiembre y algún día que otro amanecía fresquito y pasado por agua. Pero la meteorología no nos afectaba, ya que cada una de nosotras tenía su juguete siempre listo para entrar en acción y eso llenaba todas nuestras horas.

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 Seguí escribiendo mis notas de color verde manzana, poniendo cuidado extremo en doblarlas e introducirlas posteriormente en el reloj de pared del salón. En ellas hablaba de comer bayas del bosque, de excursiones en las que habíamos cruzado ríos y manantiales, a veces saltando de roca en roca, otras por pequeños puentes de troncos de madera. Y conté cosas del pueblo, de sus calles y sus vistosas casas de piedra y de un reloj que había en la plaza, en la torre del Ayuntamiento que tenía nombre de mascota, “Frascuelo”; según contó mi padre éste fue el apodo de un torero famoso.

 En posteriores misivas, referí la visita a la conejera que poseía una de las vecinas en su chalet y que nos invitó a conocer. De cómo mi hermana Diana y yo decidimos, de común acuerdo, quedarnos a vivir con esta señora para jugar todos los días con los conejos. Mis padres que tenían siempre la última palabra, resolvieron que esta propuesta no era factible, pero no se enfadaron por nuestro repentino deseo de cambiar de hogar, al contrario, se rieron junto con la buena mujer, mientras nosotras les observábamos muy serias, sin entender sus sonrisas de complicidad.

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También informé a mi amiga, con mis limitadas palabras de niña pequeña, sobre las manadas de toros bravos que habíamos observado en las dehesas. Negros como la noche y con la testa adornada de blancos y afilados cuernos que nos llenaban de pavor. Del estruendo que hacían las vacas al pasar por la puerta de nuestra casa, ésa que mi padre abría de par en par para observarlas mejor, y mi hermana mayor cerraba inmediatamente llena de terror. Terminé la misiva narrando un acontecimiento acaecido varias noches atrás. Ocurrió cuando ya llevábamos rato durmiendo. De pronto oímos un gran revuelo encima de nuestras cabezas. Ruidos de carreras por las escaleras de madera que subían al desván nos despertaron súbitamente. Aterrorizadas Mónica y yo nos escondimos debajo de la cama, temiendo que en cualquier momento los merodeadores se colaran en nuestra habitación, que era la que más cerca estaba de la escalinata. Los escalones crujían rabiosos al tener que soportar peso en su pobre y frágil madera. Oímos como mi padre salía de la alcoba, a la par que mi madre entraba en la nuestra para confortarnos. Las tres nos asomamos tímidamente al quicio de la puerta viendo a nuestro héroe trepar por los destartalados peldaños, encendiendo todas las luces de la casa y llevando en la mano un bastón de montañero con gesto amenazador.

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A los pocos minutos algo bajó a toda prisa por los escalones. Una pelota de pelo gris, pasó como una flecha ante nuestras narices, camino de la cocina. Vimos a mi padre bajar los peldaños cuidadosamente, para no hacer enfadar más a la vieja escalinata que protestaba ruidosamente.

– ¡No os preocupéis! Solo era un minino que se había colado por la gatera. Mañana precinto el hueco de la puerta, para que no vuelva a entrar en casa. Hay unos cuantos ratones muertos arriba y seguro que todo se encuentra infestado de ellos. Por eso el felino estaba tan nervioso, ya que le hemos interrumpido la caza. Mañana compramos veneno para roedores y seguro que acabamos con todos. ¡Tranquilas, ya podéis volver a la cama!- El gato se hizo amigo nuestro enseguida y mi madre le daba de comer las sobras y venía a visitarnos todos los días a la misma hora.

 Mi amiga, con la que me carteaba a través del reloj, también me escribía cosas interesantes sobre ella. Le gustaba pintar cuadros, escribir cuentos, disfrutaba mucho en el campo e igual que nosotros hacía excursiones con su familia. Compartíamos gustos comunes y además, siempre me contestaba a los pocos minutos de haber enviado mi mensaje. Seguía manteniendo esta relación totalmente en secreto ¡Era estupendo tenerla solo para mí!

 Los quince días pasaron volando, comiendo deliciosa carne serrana y bebiendo leche recién ordeñada que mi padre compraba en el pueblo. Las verduras, los huevos, allí la comida sabía exquisita. Todas las hermanas dimos un buen estirón. Estas vivencias, no solo quedaron reflejadas en una buena colección de fotos en blanco y negro, sino también grabadas a fuego en la memoria.

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Mónica aprendió a montar en bicicleta igual que una experta. Corría a gran velocidad por el jardín haciendo caballitos y cabriolas, provocando en mi madre gritos de posesa, censurando su falta de cabeza. Tanto entusiasmo puso en su afición que tuvo alguna que otra caída pero nada que no se solucionara con una buena dosis de mercromina. Amaya, mi hermana mayor, se dedicó a criar una tórtola que había encontrado medio muerta en el jardín y que fue bautizada con el nombre de “esponjita” por lo suave que era. La dejo al cuidado de la vecina que poseía la conejera cuando regresamos a nuestra casa, ya que mi madre se negó a llevarse el pájaro al piso de Madrid. Diana guardó con lágrimas en los ojos la ajada casita de muñecas con la que había disfrutado de lo lindo.

 Y llegó la hora de decir adiós a mi amiga del reloj con este último mensaje y toda la pena en el corazón: “Vuelvo a mi casa de Madrid. Me ha gustado mucho recibir tus cartas. No te olvidaré nunca. Adiós amiga”. Fueron las palabras más difíciles que jamás había escrito.

 La furgoneta de la papelería de nuevo nos devolvió a la rutina de siempre. Preparar la vuelta al colegio se convirtió en la principal prioridad. Moralzarzal quedó guardado entre las imágenes más queridas de nuestro recuerdo.

Pasaron meses que se convirtieron en años y de pronto me encontré en plena adolescencia. El centro vital del mundo consistía en el acné que me había inundado la cara, las gafas que el oculista se empeñó en que debía llevar, y el sueño de encontrar al príncipe azul, ése que sólo existía en los cuentos, pero que curiosamente tenía la cara de mi vecino de abajo. Entre suspiro y suspenso de matemáticas, papá nos informó que el chalet de Moralzarzal, en el que habíamos estado de vacaciones cuando éramos pequeñas, había ardido hasta los cimientos, respetando únicamente un área del salón. El fuego, según los expertos, comenzó en algún lugar de la buhardilla por un cortocircuito. Imaginé a los cientos de ratones que habitaban esa planta, comiendo cables a dos carrillos.

 Unos días después un camión de mudanza nos trajo a casa unos cuantos muebles que me resultaron familiares. Como mi padre en su momento, había alabado la decoración de la mansión campestre, su jefe, hombre muy generoso, decidió regalarle parte de los objetos salvados en el incendio. Consistían éstos, en una mesa de comedor de madera de roble con incrustaciones de marquetería, cuatro sillas a juego y mi viejo amigo, el reloj de pared.

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La ilusión de tener el reloj otra vez en casa me distrajo momentáneamente de mi atontamiento de adolescente. Mi padre le hizo un examen minucioso y vio que se encontraba muy deteriorado. Cuando se le agitaba levemente, sonaba a juguete roto. La madera aparecía ennegrecida y con una capa de porquería y hollín. La puerta de cristal estaba astillada. No pude reprimir las lágrimas. Mi padre, observando el estado del preciado objeto, optó por enviarlo a un experto relojero conocido suyo, para que evaluara la situación de la antigüedad.

 El hombre se pronunció a favor de salvar la reliquia, que calculó debía tener más de cien años. Las reparaciones duraron meses. Cuando lo trajeron de nuevo a casa, había mejorado su aspecto considerablemente, pero tuvimos que someterlo a varias sesiones de restauración. Primero le lavamos repetidas veces hasta extraer la última capa de suciedad y negrura. Después llegó el lijado y por fin el barnizado. El cristal se sustituyó por uno nuevo. Quedó muy bonito, no tanto como recordaba, pero funcionaba otra vez. A partir de entonces el reloj entró a formar parte de la familia. Nos marcaba con su gong cuando era hora de comer, de cenar, de dormir. Por las noches lo parábamos, porque la potencia de sus tañidos traspasaba los tabiques de los vecinos y nuestros sueños. El tema de los mensajes escritos nadaba en mi memoria pero a modo de un bonito sueño de niña pequeña.

 Minuto a minuto, el reloj marcó el inexorable paso del tiempo. Terminamos nuestros estudios y comenzamos a trabajar. Todas nos fuimos casando, una tras otra, dejando en mis padres un gran vacío, que intentamos llenar con la alegría de nuestros hijos, dos de cada una de nosotras. Envejecieron disfrutando con los nietos y llegaron a conocer mi casa de campo en un pueblito serrano llamado Cerceda; aquella propiedad que habían soñado con poseer durante toda su vida, donde pasaron muchos veranos regalándonos su compañía. A solo tres kilómetros de allí se encontraba Moralzarzal, curiosa casualidad que tenía regusto a vacaciones inolvidables. Como siempre el destino tenía la última palabra.

Mis padres murieron ya muy ancianos, y entre el dolor de la pérdida y el desmembramiento de su casa, vivimos unos días de intensa tristeza y nostalgia. Los enseres de su hogar se dividieron en lotes y se sortearon entre nosotras cuatro. En mi poder quedó el reloj que tan gratamente nos había acompañado durante los últimos años y que guardaba mi secreto de niña.

 Ya en mi piso, a solas con él, di rienda suelta a todo mi dolor, mientras lo estrechaba entre mis brazos. A través del velo de las lágrimas, observé que el barniz había comenzado a saltar en algunos puntos. Necesitaba una nueva y urgente rehabilitación. Lijé con mimo toda su superficie y la protegí con una buena capa de laca. Encontré un hueco especial para él en mi casa de Cerceda. Cuando quedó colgado en el salón frente a mí, observé extrañada que las manecillas marcaban las seis y cuarto, la misma hora que tenía la primera vez que reparé en él hacía treinta años. Le dí cuerda con la llave metálica, rectifiqué la hora y lo puse en movimiento.

 Reparé en que algo se había quedado atascado cerca del péndulo, impidiendo la oscilación del mismo de un lado al otro del cajetín. Abrí la puerta de cristal y rescaté de un tirón al causante de la pequeña avería. Era un papel de color verde manzana, bien doblado y que decía así:

“Soy Sara y tengo seis años. Estoy de veraneo en esta casa tan bonita de Moralzarzal. Me gusta el columpio del jardín y montar en la bicicleta oxidada cuando me sujetan. Yo vivo Madrid. Esta nota es para una niña o niño que venga a pasar aquí las vacaciones. También están aquí mis hermanas Amaya, Mónica, Diana y mis padres. Mi padre está muy contento de estar en el campo, pero no mi madre, porque dice que hay muchos bichos en esta casa vieja. Si os gustan los “tesoros”, el jardín está lleno de ellos que he escondido junto con mis hermanas. ¡Felices vacaciones!”

Con lágrimas en los ojos de pura nostalgia, comencé a escribir un nuevo mensaje. Sabía que al otro lado, en otro tiempo, había una niña de seis años esperando mi misiva. FINniña